Cada paso que damos en los sueños nos acercan (o alejan) más a una cruda (o dulce) realidad. No hay término medio. O bien te encuentras de bruces con lo que eres, o bien tu bien disimulado (o descarado) subconsciente se las apaña de manera genial y te coloca un par de pasos más allá de donde duele (o goza) el día.
En los sueños todos podemos ser (o no) lo que queramos, desde el niño (o la niña) mala, hasta el más elegante de los ángeles (o demonios) sin sexo (o con dos).
Lamentablemente, de vez en cuando, nuestros sueños nos revelan realmente que entre lo que no queremos oír, lo que no queremos ver, lo que no queremos ni por el forro olernos, hemos elaborado una barricada que acaba por hundirse; y nos damos cuenta de que acabamos por realizar lo que no queremos hacer.
Prefiero soñarme un niño-demonio malo, haciendo favores (o una niña-ángel buena, haciendo trastadas). Pero me encuentro con imágenes reales (o reflejos) de lo que me ha rodeado o me rodea. Me despierto asumiendo que me he ocultado sonidos, imágenes, los tufos que me indicaban que algo no iba bien (¿o sigo dormido?).
O sea, que hoy toca digerir la realidad, aunque me llegue durmiendo, aunque me llegue en un correo electrónico o a través de una llamada telefónica. Es una digestión pesada, pero necesaria.
Todo sea por dormir a pierna suelta y volver a soñarme como me dé la real gana.